Narciso

























Liriope, sacudida por las aguas de Céfiro, dio a luz a un niño al que llamó Narciso. Entonces, consultó a Tiresias – un vidente, un oráculo – sobre el porvenir de su hijo. Le presagió muchos años de vida “en cuanto no se conozca”. Tal vaticinio le pareció sin sentido y a pesar de todo el destino del chaval iba a confirmarlo. Narciso que era de una belleza extraordinaria no dejaba a nadie sin reacción: muchos muchachos y muchachas se enamoraron por su encanto pero él no sucumbió a ninguno. Eco era una ninfa. La había condenado Juno a que su voz no repitiera sino palabras y sonidos oídos. Eco se enamoró de Narciso pero éste la trató con desdén. Después de tal rechazo, Eco se excluyó ella misma, avergonzada, en los antros solitarios. Ella y muchas otras ninfas habían sido decepcionadas por el hermoso hombre y un día, una de ellas lanzó el ruego siguiente: “¡Que quiera él (Narciso) también igualmente y que tampoco pueda obtener el objeto de su amor!” La diosa de la venganza, Nemesis, hizo real su ruego. Narciso, cansado después de la caza, quiso tranquilizar su sed en una fuente de agua. De repente, le sedujo su reflejo en el agua sin darse cuenta que era él mismo. Volvió a esa fuente muchas veces para contemplar y solicitar el amor de este rostro inalcanzable. Decepciones tras decepciones, acabó por aceptar que tal cara no era otra sino la suya. Un día en que ya no podía soportar más el dolor de este amor vano, perdió su vigor y su belleza y se dejó morir, la mirada sumergida en el agua. Su cuerpo desapareció y en el lugar suyo había una flor amarilla de color azafrán cuyo corazón estaba rodeado de hojas blanca: un narciso.

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Todas las cosas fingidas caen como flores marchitas, porque ninguna simulación puede durar largo tiempo.
Cicerón.